miércoles, 22 de septiembre de 2010

¡Goooya! ¡Mi Universidad!

Hace poco más de un año, por el puro gusto, un primo y yo dejamos el auto frente al estacionamiento de Filosofía y nos bajamos a caminar por Ciudad Universitaria. Él quería recorrer la escuela de su padre, mi tío Luis, y ver Veterinaria de donde es egresado. Y recordábamos e hilábamos historias familiares.

Mi relación con la UNAM es personal, personalísima. Como es la de muchos que por ahi han pasado en estos 100 años. Eso es lo que hace que la UNAM sea para cada uno de nosotros, "miuniversidad".

Mi abuelo paterno, originario de San Pedro de las Colonias, Coahuila, era el menor de casi una decena de hermanos, y fue el elegido, enviado a la capital para estudiar Leyes en la UNAM. No le tocó Ciudad Universitaria, aún no existía. Contaba que para pagarse sus gastos sacaba copias con papel carbón de sus apuntes y los vendía entre sus compañeros.

Mi padre decidió ser abogado también. Le tocó una Universidad distinta, intensa. Estudió en la Prepa 1, cuando estaba en San Ildefonso. Pasó por esa puerta destruída de un bazukazo el 30 de julio de 1968. Platicó con Siqueiros a ratos mientras éste terminaba uno de los murales de Rectoría y él caminaba a la Facultad de Derecho. Compartió con amigos, muchos amigos que aún recorren los pasillos universitarios.

En 1968 mi tío, hermano de mi madre, era estudiante de Biología en una UNAM que se volvía cada vez más crítica, y vivía con nosotros en un departamento sobre avenida Universidad. El 18 de septiembre, me recuerdan, el Ejército pasó por nuestra ventana en dirección a Ciudad Universitaria. Mi tío lloraba, mi papá buscaba por teléfono a sus amigos que sabía trabajaban en Antropología, en CU, para advertirles. Los teléfonos estaban cortados.

La matanza del 2 de octubre sacudió a todos, universitarios y no, y le dio a la UNAM una personalidad distinta, fortaleció su alma.

Años después, en los primeros años de los 70, la UNAM para mi fue recreación y cultura, en CU aprendí a andar en bicicleta en los estacionamientos de Derecho; asistíamos los domingos a la Casa del Lago a la función de marionetas. Los sábados por la tarde había club de cine en lo que ahora es el auditorio Che Guevara, en Filosofía. Era, desde mis ojos de niña, un auditorio enorme. Pasaban los grandes clásicos de las películas de misterio en blanco y negro, como King Kong. Al final había, afuera, caballetes, papeles y pinturas. Con los dedos mi hermano y yo dibujábamos lo que habíamos visto. Era genial.

Cuando estaba en secundaria entrené futbol americano femenil en las canchas de Cóndores. No soy la mejor deportista pero recuerdo la emoción de entrar a los campos de entrenamiento, subir y bajar las escaleras de la alberca olímpica.

Un día pude entrar a la cancha del estadio de los Pumas. Vacío, sin nadie, pero impresionante, inolvidable.

Luego nos tocó a mi hermano y a mí matricularnos. Mi examen de admisión fue en el Estadio Azteca, ahora los aspirantes ya ni ahi caben. La UNAM se convertía en mi casa de estudios. Estrené la facultad de Ciencias Políticas del circuito exterior. Mi hermano entró a Ingeniería.

Formados en escuela privada, el ingreso a la UNAM implicó un cambio... más libertad pero también más responsabilidad... y claro, nuevos amigos, nuevos horizontes. También maestros polémicos, clases multitudinarias, talleres, primeros empleos.

Recuerdo las escapadas para ir a escalar en el Espacio Escultórico, escabullirse al anfiteatro de la Facultad de Medicina y de ahí, por unas tortas; ir a la Biblioteca Central, a las islas para trámites de exámenes, visitar a cuates en Administración, Química, Biología... ir a clases al CELE, al cine en todas las facultades, y a las fiestas de generaciones.

Mi generación coincidió con el movimiento del CEU y boteamos, asistimos a mítines, participamos.

Ahora que por mis manos han pasado decenas de estudiantes que realizan bajo mi mando prácticas profesionales, veo y confirmo la diferencia de un egresado de la UNAM: conciencia.

Y pasan los años y los recuerdos se siguen acumulando: los conciertos en la Sala Nezahualcóyotl, el ciclo de películas de Hitchcock que mi mamá y yo vimos, sábado tras sábado, en el Centro Cultural Universitario, las visitas a la Hemeroteca, las exposiciones en San Ildefonso...

Mi hija, de 12 años, aprendió a andar en bici en CU, en el circuito que justo pasa frente a la Biblioteca Nacional. Los domingos nuestros perros pasean por ahi. Somos clientes frecuentes de Universum, porque es divertido y del Museo Universitario de Arte Contemporáneo porque es un reto a la imaginación.

Ella, claro, es Puma como muchos de sus amigos -hijos también de egresados de la gran Universidad- y, asegura con el orgullo del linaje, que no importa qué decida estudiar, estudiará en la UNAM.

Estos 100 años, por eso, me saben a fiesta familiar.

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